Si el COVID-19 está siendo la dramática expresión del impasse planetario en el que se encuentra la humanidad, lo que está juego entonces es, ni más ni menos, la reconstrucción de una Tierra habitable, porque esta ofrecerá a todos la posibilidad de una vida respirable. ¿Seremos capaces de redescubrir nuestra pertenencia a la misma especie y nuestro vínculo inquebrantable con todos los seres vivos? Esta puede ser la pregunta, la definitiva, antes de que la puerta se cierre, de una vez por todas.
Algunas personas ya están hablando del «post-COVID-19». ¿Por qué no? Para la mayoría de nosotros, especialmente en aquellas partes del mundo donde los sistemas de salud han sido devastados por años de abandono organizado, lo peor está por venir, sin embargo. En ausencia de camas de hospital, respiradores, pruebas masivas, máscaras, desinfectantes a base de alcohol y otros dispositivos de cuarentena para los ya afectados, muchos, lamentablemente, no lograrán pasar por el agujero de la aguja. La política de lo vivo
Hace unas semanas, ante el tumulto y la agitación que se avecinaba, algunos de nosotros tratábamos de describir estos tiempos que estamos viviendo. Un tiempo sin garantías ni promesas, en un mundo dominado cada vez más por el miedo al final de uno mismo, decíamos. Pero también una época caracterizada por «una redistribución desigual de la vulnerabilidad» y por «nuevos y desastrosos compromisos con formas de violencia tan futuristas como arcaicas», añadimos¹. Peor aún, una época de brutalismo.
Más allá de sus orígenes en el movimiento arquitectónico de mediados del siglo XX, definimos el brutalismo como el proceso contemporáneo «por el cual el poder como fuerza geomórfica se constituye, expresa, reconfigura, actúa y reproduce actualmente». ¿Por qué otra cosa, si no es por «la fractura y el agrietamiento», por «el vaciado venoso», por «la perforación» y «la extracción de las sustancias orgánicas» (pág.11), en resumen, por lo que hemos llamado la «depleción» (pág.9-11)?
No sin razón llamamos la atención sobre la dimensión molecular, química e incluso radiactiva de estos procesos: «¿Acaso no es la toxicidad, es decir, la multiplicación de sustancias químicas y residuos peligrosos, una dimensión estructural del presente? Estas sustancias y desechos no sólo atacan a la naturaleza y al medio ambiente (aire, suelo, agua, cadenas alimenticias), sino también a los cuerpos expuestos así al plomo, fósforo, mercurio, berilio y agentes refrigerantes» (pág. 10).
Por supuesto, nos referíamos a los «cuerpos vivos expuestos al agotamiento físico y a todo tipo de riesgos biológicos, a veces invisibles». Sin embargo, no mencionábamos los virus de forma nominal (alrededor de 600.000, portados por todo tipo de mamíferos), sino de forma metafórica, en el capítulo dedicado a los «cuerpos fronterizos». Pero, por lo demás, se trataba una vez más de la política de los seres vivos en su conjunto. Y el coronavirus es el nombre manifiesto de la anterior.
La humanidad errante
En estos tiempos púrpura – asumiendo que la característica distintiva de todos los tiempos es su color – tal vez deberíamos, por lo tanto, comenzar inclinándonos ante todos aquellos que ya nos han dejado. La barrera de los alvéolos pulmonares se rompió y el virus se infiltró en su corriente sanguínea. Luego atacó sus órganos y otros tejidos, comenzando por los más expuestos.
Se produjo a continuación una inflamación sistémica. Aquellos que, antes del ataque, ya tenían problemas cardiovasculares, neurológicos o metabólicos o padecían patologías relacionadas con la contaminación, sufrieron los ataques más furiosos. Sin aliento y privados de respiradores, algunos se fueron como si estuvieran huyendo, de repente, sin ninguna posibilidad de decir adiós. Sus restos fueron inmediatamente cremados o inhumados. En soledad. Era necesario, nos dicen, deshacerse de ellos lo antes posible.
Pero ya que estamos, por qué no añadir a esas y esos todos los demás, y son decenas de millones, víctimas de SIDA, cólera, malaria, ébola, Nipah, fiebre de Lassa, fiebre amarilla, Zika, chikungunya, cánceres de todo tipo, epizootias y otras pandemias animales como la gripe porcina o la lengua azul, de todas las epidemias imaginables e inimaginables que durante siglos han asolado pueblos sin nombre en tierras lejanas, sin mencionar las sustancias explosivas y otras guerras de depredación y ocupación que mutilan y diezman por decenas de miles y lanzan por los caminos del éxodo a cientos de miles de otros, la humanidad errante.
¿Cómo olvidar, por otra parte, la deforestación intensiva, los megafuegos y la destrucción de los ecosistemas, la acción nefasta de las empresas contaminantes y destructoras de la biodiversidad y, en la actualidad, en que la contención forma parte de nuestra condición, las multitudes que pueblan las prisiones del mund, y aquellas otras cuyas vidas son destrozadas frente a muros y otras técnicas de fronterización, ya sean los incontables puestos de control que salpican tantos territorios, o los mares, océanos, desiertos y todo lo demás?
Ayer y antes de ayer sólo se hablaba de aceleración, de las redes de conexión que se expanden abarcando todo el planeta, de la inexorable mecánica de la velocidad y de la desmaterialización. Es en el mundo computacional donde se supone que está el futuro de los grupos humanos y de la producción material, así como el de los seres vivos. Con la lógica ubicua, la circulación de alta velocidad y la memoria masiva, bastaba ahora con «transferir todas las habilidades de los seres vivos a un duplicado digital» y el resto estaba hecho². Etapa suprema de nuestra breve historia en la Tierra, el ser humano podría finalmente transformarse en un dispositivo de plástico. El camino estaba preparado para la culminación del viejo proyecto de la extensión infinita del mercado.
En medio de la intoxicación general, es esta carrera dionisíaca, descrita por otra parte en el libro Brutalismo, la que el virus viene a frenar, sin interrumpirla definitivamente, aunque todo permanezca en su lugar. Ahora, sin embargo, es el momento de la asfixia y la putrefacción, el amontonamiento y la cremación de cadáveres, en una palabra, la resurrección de los cuerpos vestidos, en ocasiones, con sus más bellas máscaras funerarias y virales. ¿Está la Tierra a punto de transformarse para los humanos en una ruidosa rueda, la Necrópolis universal? ¿Hasta dónde llegará la propagación de las bacterias de los animales salvajes a los humanos si, de hecho, casi 100 millones de hectáreas de bosques tropicales (los pulmones de la Tierra) deben ser talados cada veinte años?
Desde el comienzo de la revolución industrial en Occidente, se han desecado casi el 85% de los humedales. A medida que la destrucción de los hábitats prosigue sin tregua, las poblaciones humanas en estado de salud precario están expuestas, casi cada día, a nuevos patógenos. Antes de la colonización, los animales salvajes, principales reservorios de patógenos, estaban confinados a entornos en los que sólo vivían poblaciones aisladas. Este fue el caso, por ejemplo, de las últimas regiones forestales que quedan en el mundo, las de la Cuenca del Congo.
Hoy en día, las comunidades que vivían y dependían de los recursos naturales de esos territorios han sido expropiadas. Expulsados de sus hogares como consecuencia de la venta de tierras por parte de regímenes tiránicos y corruptos y del otorgamiento de vastas concesiones estatales a consorcios agroalimentarios, no pueden seguir manteniendo las formas de autosuficiencia alimentaria y energética que les habían permitido, durante siglos, vivir en equilibrio con el bosque. Nunca aprendimos a morir
En estas condiciones, una cosa es preocuparse por la muerte del otro, desde lejos. Otra es tomar conciencia repentinamente de la propia putrescibilidad, tener que vivir en las proximidades de la propia muerte, contemplarla como una posibilidad real. Tal es, en parte, el terror que produce a muchos el confinamiento, la obligación de deber responder por fin con la propia vida y el propio nombre.
Responder aquí y ahora con nuestra vida en esta Tierra junto a otros (incluyendo los virus) y con nuestro nombre en común es, en efecto, el mandato que este momento patógeno dirige a la especie humana. Momento patógeno, pero también momento catabólico por excelencia, el de la descomposición de los cuerpos, la clasificación y eliminación de todo tipo de desechos humanos – la «gran separación» y el gran confinamiento, en respuesta a la desconcertante propagación del virus y como consecuencia de la extensa digitalización del mundo.
Pero por mucho que intentemos deshacernos de él, al final todo vuelve al cuerpo. Habremos tratado de injertarlo en otros soportes, convertirlo en un cuerpo-objeto, un cuerpo-máquina, un cuerpo digital, un cuerpo ontofánico. El cuerpo vuelve a nosotros en la asombrosa forma de una enorme mandíbula, vehículo de contaminación, vector de polen, esporas y moho.
Saber que uno no está solo en esta prueba, o que podremos ser muchos los que escapemos, es sólo un vano consuelo. Por qué otro motivo si no el de que nunca habremos aprendido a vivir con lo vivo, a preocuparnos realmente por el daño causado por el hombre en los pulmones de la Tierra y en su cuerpo. Como resultado, nunca hemos aprendido a morir. Con el advenimiento del Nuevo Mundo y, algunos siglos más tarde, la aparición de las «razas industrializadas», hemos elegido esencialmente, en una especie de vicariato ontológico, delegar nuestra muerte a otros y hacer de la existencia misma un gran banquete de sacrificio.
Dentro de poco, sin embargo, no seguirá siendo posible delegar nuestra propia muerte al otro. Este último ya no morirá en nuestro lugar. No sólo estaremos condenados a asumir, sin mediación, nuestra propia muerte. Cada vez habrá menos posibilidades de despedida. Se acerca la hora de la autofagia y, con ella, el fin de la comunidad, puesto que apenas hay una comunidad digna de ese nombre dentro de la que despedirse, es decir, ya no es posiblerememorar a lo vivo.
Pues la comunidad, o mejor dicho, el en común, no se basa sólo en la posibilidad de decir adiós, esto es, de tener un encuentro único con otros y de volver a honrar este encuentro de vez en cuando. El en común también se basa en la posibilidad de compartir incondicionalmente y que, a cada vez, se pueda recuperar algo absolutamente intrínseco, es decir, algo inconmensurable, incalculable y, por lo tanto, que no tiene precio. Lo digital, nuevo hoyo en la tierra cavado por la explosión
El cielo, de forma manifiesta, no para de ensombrecerse. Acorralada entre la injusticia y la desigualdad, la mayor parte de la humanidad se encuentra amenazada por el gran estrangulamiento, y sigue extendiéndose la sensación de que nuestro mundo está en un estado de incertidumbre. Si, en estas condiciones, debe aún haber un día después, difícilmente podrá ser a costa de unos pocos, siempre los mismos, como ocurre en la Vieja Economía. Tendrá que darse, necesariamente, para todos los habitantes de la Tierra, sin distinción de especie, raza, sexo, ciudadanía, religión o cualquier otro marcador de diferenciación. En otras palabras, sólo puede ser al precio de una gigantesca ruptura, el producto de una imaginación radical.
No bastará un simple replanteamiento. En el medio del cráter, tendremos que reinventar literalmente todo, empezando por lo social. Porque cuando trabajar, abastecerse, obtener información, mantenerse en contacto, nutrir y mantener los lazos, hablar e intercambiar, beber juntos, celebrar el culto u organizar funerales sólo puede hacerse a través de pantallas, es hora de que nos demos cuenta de que estamos completamente rodeados por anillos de fuego. En gran medida, lo digital es el nuevo agujero que la explosión ha cavado en la tierra. A la vez trinchera, entrañas y paisaje lunar, es el búnker donde se invita al hombre y la mujer aislados a acechar.
Se cree que, por medio de lo digital, el cuerpo de carne y hueso, el cuerpo físico y mortal será liberado de su peso e inercia. Al término de esta transfiguración, podrá llegar finalmente a atravesar el espejo, apartado de la corrupción biológica y devuelto al universo sintético de los flujos. Una ilusión ya que, así como no habrá humanidad sin cuerpo, tampoco podrá la humanidad ser libre sola, fuera de la sociedad o a expensas de la biosfera. Guerra contra lo vivo
Por lo tanto, debemos comenzar de nuevo si, en pos de nuestra propia supervivencia, es imperativo devolver a todos los seres vivos (incluida la biosfera) el espacio y la energía que necesitan. En su vertiente nocturna, la modernidad habrá sido desde el principio hasta el final una guerra interminable contra lo vivo. Está lejos de haber terminado. Una de las modalidades de esta guerra es el sometimiento a la tecnología digital. Una guerra que está llevando directamente al empobrecimiento del mundo y a la desecación de zonas enteras del planeta.
Es de temer que al término de esta calamidad, lejos de santificar a todas las especies vivas, el mundo entre desgraciadamente en un nuevo período de tensión y brutalidad. En el nivel geopolítico, la lógica de la fuerza y el poder seguirá prevaleciendo. En ausencia de una infraestructura común, se acentuará la feroz división del planeta y se intensificarán las líneas de segmentación. Muchos estados tratarán de reforzar sus fronteras con la esperanza de protegerse del mundo exterior. También lucharán por reprimir su violencia constitutiva, que como de costumbre arrojarán sobre los más vulnerables que se encuentran en su interior. La vida tras las pantallas y en enclaves protegidos por empresas de seguridad privada se convertirá en la norma.
En África en particular, y en muchas partes del Sur global, continuarán la extracción intensiva de energía, la fumigación agrícola y la depredación en un contexto de acaparamiento de tierras y destrucción de bosques. La alimentación y el enfriamiento de los chips y las supercomputadoras depende de ello. El suministro y la entrega de recursos y energía que necesita la infraestructura informática mundial se hará a costa de restringir aún más la movilidad humana. Mantener el mundo a distancia se convertirá en la norma, con el fin de expulsar los riesgos de todo tipo. Pero al no hacer frente a nuestra precariedad ecológica, esta visión catabólica del mundo, inspirada en las teorías de la inmunización y el contagio, contribuirá poco a romper el impasse global en el que nos encontramos. Derecho fundamental a la existencia
De las guerras contra lo vivo se puede decir que su principal propiedad habrá sido dejar sin aliento. En tanto que impedimento mayor a la respiración y la reanimación de los cuerpos y tejidos humanos, el COVID-19 sigue esa misma trayectoria. De hecho, ¿cuál es el propósito de la respiración si no la absorción de oxígeno y la liberación de dióxido de carbono, o incluso un intercambio dinámico entre la sangre y los tejidos? Pero al ritmo que va la vida en la Tierra y en vista de lo que queda de la riqueza del planeta, ¿estamos tan lejos del momento en que habrá más dióxido de carbono para inhalar que oxígeno para aspirar?
Antes de este virus, la humanidad ya estaba amenazada de asfixia. Si tiene que haber una guerra, por consiguiente, ésta no debe ser tanto contra un virus en particular como contra todo lo que condena a la mayor parte de la humanidad a un cese prematuro de la respiración, todo lo que ataca fundamentalmente a las vías respiratorias, todo lo que durante el largo curso del capitalismo habrá confinado a segmentos enteros de poblaciones y razas a una respiración difícil y jadeante, a una vida pesada. Pero, para salir de esta situación, aún tenemos que entender la respiración más allá de los aspectos puramente biológicos, como algo que nos es común y que, por definición, escapa a todo cálculo. Al hacerlo, estamos hablando de un derecho universal a respirar.
En esa calidad, que a la vez está por encima de la tierra y es nuestro punto en común, el derecho universal a la respiración no es cuantificable. Esto no puede ser susceptible de apropiación. Es un derecho respecto a la universalidad no sólo de cada miembro de la especie humana, sino de los organismos vivos en su conjunto. Por lo tanto, debe entenderse como un derecho fundamental a la existencia. Como tal, no puede ser objeto de confiscación y, por lo tanto, no está sujeto a ninguna soberanía, ya que recapitula el principio soberano en sí mismo. Es, además, un derecho original de habitación de la Tierra, un derecho propio de la comunidad universal de los habitantes de la Tierra, tanto humanos como otros³. Coda
Esta demanda habrá sido presentada mil veces. Podemos recitar con los ojos cerrados las principales acusaciones. Ya se trate de la destrucción de la biosfera, el acaparamiento de mentes por parte de la tecnociencia, la disolución de resistencias, los ataques repetidos a la razón, la cretinización de las mentes, el auge de los determinismos (genéticos, neuronales, biológicos, medioambientales), los peligros para la humanidad son cada vez más existenciales.
De todos estos peligros, el mayor es que toda forma de vida se vuelva imposible. Entre aquellos que sueñan con descargarse nuestra conciencia e instalarla en máquinas y aquellos que están convencidos de que la próxima mutación de la especie radica en nuestra liberación de nuestra casta biológica, la distancia es insignificante. La tentación eugenésica no ha desaparecido. Al contrario, está en la raíz de los recientes avances de la ciencia y la tecnología.
En este contexto se produce una parada repentina, no de la historia, sino de algo que todavía es difícil de comprender. Al haber sido forzada, esta interrupción no es resultado de nuestra voluntad. En muchos sentidos, es a la vez imprevista e imprevisible. Pero lo que necesitamos es una interrupción voluntaria, consciente y plenamente consensuada, de lo contrario, no habrá un después. Habrá, solamente, una secuencia ininterrumpida de eventos imprevistos.
Si el COVID-19 está siendo la dramática expresión del impasse planetario en el que se encuentra la humanidad, lo que está juego entonces es, ni más ni menos, la reconstrucción de una Tierra habitable, porque esta ofrecerá a todos la posibilidad de una vida respirable. El desafío será, por lo tanto, reconquistar los manantiales de nuestro mundo, con el objetivo de forjar nuevas tierras. La humanidad y la biosfera están vinculadas. Una no tiene ningún futuro sin la otra. ¿Seremos capaces de redescubrir nuestra pertenencia a la misma especie y nuestro vínculo inquebrantable con todos los seres vivos? Esta puede ser la pregunta, la definitiva, antes de que la puerta se cierre, de una vez por todas.
17 de abril de 2020
Achille Mbembe
NOTAS
[1] Partiendo de los términos de los orígenes como movimiento arquitectónico de mediados del siglo XX, he definido el brutalismo como un proceso contemporáneo por el cual «el poder se constituye, expresa, reconfigura, actúa y reproduce en adelante como una fuerza geomórfica». ¿Cómo es eso? A través de procesos que incluyen «fractura y fisura», «vaciado de recipientes», «perforación» y «expulsión de materia orgánica», en una palabra, por lo que llamo «agotamiento» (Achille Mbembe, Brutalisme [París, 2020], págs. 9, 10, 11).
2] Ver Sarah Vanuxem, La propriété de la Terre (París, 2018), y Marin Schaffner, Un sol commun. Lutter, habiter, penser (París, 2019).
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